lunes, 9 de octubre de 2017

Una resignación perfecta a la voluntad de Dios – Por San Alfonso María de Ligorio.








   Jesucristo hablando de sí mismo dice: Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió (Juan IV, 34.)  El alimento en esta vida mortal nos conserva la vida, y por esto dijo Jesús que hacer la voluntad de su Padre era su alimento. Tal debe ser también el alimento de nuestra alma. Nuestra vida está en el cumplimiento de la voluntad divina (Salmo XXIX, 6.); si no la cumplimos, somos muertos.

   El sabio ha dicho: Los fieles en el amor descansarán en él (Sabiduría III, 9.) Los que son poco fieles en amar a Dios quisieran que Dios se acomodase a ellos, se conformase a su voluntad o hiciese todo cuanto les viniese en deseo. Pero los que aman a Dios, descansan en él: se conforman y se acomodan a todo lo que es voluntad del Señor, a todo lo que quiere disponer de ellos y de cuanto les pertenece.

   En todas sus tribulaciones, en sus enfermedades, en sus humillaciones, en la pérdida de sus bienes o de sus parientes, tienen siempre en la boca y en el corazón aquél Hágase tu voluntad, que es el dicho usual de los santos. Dios no quiere para nosotros sino lo mejor, esto es, nuestra santificación: Pues esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (I Timoteo IV, 8.) Procuremos, pues, aquietar nuestra voluntad uniéndola siempre a la de Dios, y asimismo procuremos aquietar el entendimiento, pensando que todo lo  que hace el Señor es lo mejor para nosotros. Los que no obran así, no gozarán jamás de paz verdadera.

   Toda la perfección que nos es dado conseguir en esta tierra de prueba y, por consiguiente, lugar de penas y de afanes, es sufrir con paciencia todo lo que puede contrariar a nuestro amor propio; y para sufrirlo con paciencia, el mejor medio es querer sufrirlo todo para hacer la voluntad de Dios: Acomódate pues a él y tendrás paz. El que se somete a la divina voluntad goza siempre de paz, y nada de cuanto le acontece le aflige (Proverbios XII, 21.)  Pues, ¿por qué el justo no se aflige jamás en sus adversidades? Porque sabe que cuanto le sucede en este mundo es por disposición de Dios.

   La resignación a la voluntad divina despunta, digámoslo así, todas las espinas, y quita el amargor a todas las tribulaciones de la vida. Un cántico devoto, hablando de la voluntad divina, dice así:

Tú de cruces haces dichas,
Tú tornas dulce la muerte;
Quien contigo unirse sabe
Cruces ni temor no tiene.
¡Oh tú, voluntad divina
Cuán digna de mi amor eres!


   Para encontrar la paz en medio de las contrariedades de este mundo, ved ahí lo que nos aconseja San Pedro: Echad sobre él toda vuestra solicitud, porque él tiene cuidado de vosotros (I Pedro V, 7.) Así, pues, habiendo un Dios que se encarga del cuidado de nuestra felicidad, ¿por qué nos afanamos con tanta solicitud como si nuestro bien dependiera de nuestros cuidados, y no nos abandonamos en las manos de Dios de quien todo depende? David dice: Arroja sobre el Señor tu cuidado, y él te sustentará (Salmo LIV, 23.)

   Atendamos, pues, a obedecer a, Dios en todo lo que nos aconseja y nos manda, y después dejémosle a él el cuidado de nuestra salvación, y nos suministrará por sí mismo los medios necesarios para salvarnos. Los que ponen toda la confianza en Dios tienen asegurada la salvación: Será tu alma para salud, porque tuviste confianza en mí (Jeremías XXXIX, 13.)

   En fin, el que hace la voluntad de Dios entrará en el paraíso, y el que no la cumple no entrará. Algunas personas esperan salvarse practicando ciertas devociones y ciertas obras exteriores de piedad, y entre tanto dejan de hacer la voluntad de Dios. Pero Jesucristo ha dicho: No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre (Mateo VII, 21.)

   Por tanto, si queremos salvarnos y adquirir la perfecta unión con Dios, dirijámosle a menudo esta oración de David: Enséñame, Señor, a hacer tu voluntad (Salmo CXLIII, 10.)  Y entre tanto despojémonos de nuestra propia voluntad, y démosla toda a Dios sin reserva. Cuando damos a Dios nuestros bienes por medio de la limosna, nuestra comida por Medio del ayuno, nuestra sangre por medio de nuestras disciplinas, le damos lo que está en nuestro poder; pero cuando le damos nuestra voluntad, le hacemos entrega de todo nuestro ser.

   El que da al Señor toda su voluntad puede decirle: Señor, después de haberos entregado mi voluntad, nada me queda que daros. El sacrificio de nuestra propia voluntad es el más grato que podemos ofrecer a Dios, y Dios es pródigo en conceder sus gracias los que le hacen este sacrificio.

   Mas para que sea perfecto, es menester llenar estas dos condiciones: que el sacrificio sea sin reserva, y que sea constante. Algunos entregan su voluntad al Señor, pero con reserva: semejante don no puede menos de ser poco agradable a Dios. Otros le entregan su voluntad, pero a poco tiempo vuelven a tomarla: estos tales se ponen en peligro de ser abandonados de Dios. Para evitarlo, es necesario que todos nuestros esfuerzos, deseos y oraciones se dirijan a obtener de Dios la perseverancia en no tener más voluntad que la suya.

   Renovemos al Señor todos los días la renuncia completa de nuestra voluntad; y entre tanto, guardémonos de desear buscar cosa alguna fuera de lo que Dios quiere, y así cesarán en nosotros las pasiones, los deseos, los temores y todos los afectos desordenados.

  Sor Margarita de la Cruz, hija del emperador Maximiliano, religiosa descalza de Santa Clara, cuando quedó ciega exclamó: ¿Por qué he de desear yo ver, ya que Dios quiere que no vea?

   ¡Oh Dios de mi alma! Recibid el sacrificio de mi entera voluntad y de toda mi libertad. Merezco que no me escuchéis, y que rehuséis el presente que os hago, ya que os he sido tantas veces infiel; pero conozco ahora que me ordenáis de nuevo que os ame de todo corazón, así que de este modo me cabe la certidumbre de que aceptáis mi amor. Yo me resigno humildemente hacer vuestra voluntad: dadme a conocer lo que queréis de mí, y yo lo cumpliré todo por agradaros.

   Haced que os ame: después disponed a vuestro gusto de cuanto poseo, y de mí mismo. En vuestras manos estoy, Señor, disponed lo que juzgaréis más conveniente para mi salvación eterna. Declaro que no quiero amar en este mundo más que a vos solo y nada más. Madre de Dios, alcanzadme la santa perseverancia.

Mi Jesús, amado mío,
Yo no quiero otro que A ti;
Todo A ti me doy, Señor,

Haz lo que quieras de mí.

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